sábado, 12 de abril de 2008

El sueño-pesadilla más hermoso-terrorífico de Roberto Achura

Trascripción de una de las sesiones grabadas por el Doctor Raúl Pichon-Rivière, sobrino segundo del famoso psiquiatra, que tuvo al poeta en tratamiento durante dos años.

Doctor, soñé que vivía en una isla desierta que era un chuletón gigante; estaba en medio del océano Atlántico, flotando en las coordenadas más carnívoras que conoció el mundo nunca. Mi felicidad era tan plena, doctor… Usted no sabe… A la mañana caminaba descalzo por la orilla y al pisar la carne dejaba mis huellas como si fueran sobre arena… Luego, cuando llegaba el hambre a mi escuálido cuerpo, sólo tenía que agarrar la pala y sacar pedazos de chuletón que asaba en una parrilla precaria que había construido. Comía hasta saciarme y para beber trepaba a palmeras en las que no colgaban cocos sino botellas de vino tinto. Estaban las palmeras malbec, las syrah, las cabernet…
Tenía todo lo que quería, doctor, todo.
De noche otro asadito, más liviano, es decir, de chuletón pero menos, ¿vio? Y luego me tiraba sobre la carne cruda y me dormía mirando las estrellas.
Los días iban pasando y yo me comía mi isla, doctor, mi paraíso... Luego de dos años de vivir en plenitud me di cuenta de que la extensión de la isla había disminuido a cien metros cuadrados y mi cuerpo había hecho el camino inverso. Pasé de “escuálido” a “gordo lechón”.
No me podía mover, doctor. Tenía la sensación que mi peso hundía cada vez más la isla. Desesperado, dejé de comer. También de beber vino porque… ¿cómo iba a subir a una palmera con 115 kilos?
Al año mi cuerpo volvió a ser mi cuerpo. Recuperé mi figura y entonces, doctor, entonces, volví a hacerlo: me empecé a comer los treinta metros cuadrados que restaban. El terreno se reducía cada vez más, la orilla y el centro de la isla comenzaron a estar cada vez más cerca: a cincuenta pasos, luego a cuarenta, treinta, diez… Yo seguía comiendo, encima al llegar al centro de la carne-isla los pedazos eran aún más sabrosos. No podía parar. Comía y comía hasta que comencé a hundirme. Recuerdo que seguía masticando mientras el océano atlántico me tragaba a mí, doctor. Al abrir los ojos en las profundidades vi a la parrilla que, compañera fiel hasta en estas dramáticas circunstancias, caía en cámara lenta al fondo del mar junto a mí. Moría abrazado a ella, ante la sarcástica mirada de un cardumen de pirañas.